La cultura en la agenda urbana

10 octubre, 2017

Podemos afirmar que los temas culturales son centrales en el debate sobre el futuro de nuestras ciudades. Que la construcción colectiva del futuro incluye debatir sobre el pasado, las memorias y los patrimonios culturales de sus habitantes. Que la mundialización cultural presente en la ciudadanía está para quedarse y obliga a ir más allá, bastante más allá, de la “aceptación” de la diversidad para transitar hacia, por un lado, la visibilidad y la promoción de tal diversidad y, a la vez, el despliegue de procesos de interculturalidad y de mezcla. Que sin mayor presencia de elementos cotidianos vinculados con la creatividad resulta difícil el empoderamiento (es decir, el aumento del poder, de la capacidad de actuar en pie de igualdad) y la consciencia de los habitantes de una ciudad. Que sin conocimiento crítico (textual, gestual, espacial, visual, audiovisual) resulta imposible tener una perspectiva más completa de lo imposible y de lo posible (desenmascarando realidades alternativas, post-verdades y demás mentiras).

Sí, desde un punto de vista académico, estaremos todas y todos de acuerdo que los temas culturales son centrales en el debate sobre el futuro de nuestras ciudades. Pero esta afirmación, desde un punto de vista ciudadano, aún no es una obviedad. Debería serlo, pero no lo es.

Veamos, con cierta voluntad de activar el debate, por qué.

En primer lugar porque, en los últimos lustros, el debate sobre la responsabilidad de construir un marco sólido sobre las políticas urbanas que tienen que ver con la cultura (es decir, las políticas culturales) se ha institucionalizado. No es lo mismo “público” que “institucional”. El marco sólido de las políticas culturales debería reposar tanto en la sociedad civil y las comunidades culturales como en la administración pública. En sus estrategias, históricamente, una parte de los actores culturales ha buscado más su institucionalización que la potenciación de su carácter público. El actual grado de institucionalización de la cultura, sobre todo en los países europeos, aconsejaría un debate nuevo, más valiente, sobre lo público y reposaría también (¿sobre todo?) en la determinación de los actores culturales en ser actores más relevantes para la sociedad.

En segundo lugar, porque los actores culturales raramente han justificado su aportación a la sociedad a partir de los derechos culturales. Años después de la aprobación de la Agenda 21 de la cultura (2004), la declaración de Friburgo (2007) y de los numerosos informes publicados por las relatoras especiales de Naciones Unidas en la esfera de los derechos culturales (Farida Shaheed en el período 2009-2015 y Karima Bennoune desde esta fecha hasta hoy), el desconocimiento sobre los derechos culturales sigue siendo notorio. Las organizaciones y los activistas de la sociedad civil dedicados a los derechos humanos se han centrado en los derechos civiles o en los derechos económicos o sociales, ignorando (o casi) una categoría fundamental, los derechos culturales. Sin embargo, poco a poco, los derechos culturales, a menudo vinculados al recientemente recuperado “derecho a la ciudad” o en otras ocasiones asociado al carácter de la cultura como un bien común, están transformando (más implícitamente que explícitamente) los relatos que articulan las políticas culturales. Y ello es así gracias, sobre todo, a los centenares de iniciativas culturales comprometidas con la profundización democrática. En estas iniciativas el foco se sitúa más en el proceso posible (democracia) que en el canon establecido (democratización), y los actores centrales de la acción pasan (deberían pasar) de ser los profesionales de la cultura a ser los ciudadanos que la necesitan. Si este cambio se consolidara, tendría un impacto considerable en la orientación de las políticas culturales locales.

En tercer lugar, porque los actores culturales de las instituciones públicas se encuentran cómodos en su zona de confort y no consiguen (¿no desean?) rebasar su ámbito “propio” de acción, tanto conceptual como físico. En otras palabras, en los programas de los gobiernos dedicados a la equidad (la educación, la salud) o al territorio (planes comunitarios, espacios públicos, urbanismo, medio ambiente) se sigue contando con una presencia muy limitada de los actores y de los factores culturales (la memoria, la diversidad, la creatividad, el conocimiento crítico). Esto es así, en buena parte, porque no hay un análisis completo del impacto real de las políticas culturales en la ciudadanía. En otras palabras: las personas que, ahora y aquí, en nuestras ciudades, más necesitan la cultura (“más necesitan participar activamente en procesos vinculados a la memoria, la creatividad, la diversidad y el conocimiento crítico”) no son los actuales usuarios o consumidores de la cultura propuesta desde las instituciones culturales.

En cuarto lugar, porque resulta sorprendente la ausencia de un debate serio sobre la relación entre las instituciones culturales y el poder. La crisis económica (y democrática) ha impactado de manera desigual en las instituciones culturales. Algunas han apostado sus cartas a la instrumentalización económica (turismo, marketing), otras se han refugiado en la excelencia artística… y la gran mayoría ha consolidado su relación de proximidad con los poderes políticos y económicos. Las instituciones (y los actores) culturales no han constituido instancias autónomas de debate y de acción en casi ninguna ciudad del mundo. La excepción es (¿ha sido?) Montreal, gracias a la organización Culture Montreal y alguna que otra ciudad europea de la cultura (como en Pilsen), cuyos fastos han activado plataformas culturales autónomas, con visión a largo plazo y énfasis en los derechos culturales de la ciudadanía.

En fin, acabemos con una idea de síntesis. En esta última década han aparecido centenares de iniciativas culturales comprometidas con la profundización democrática, iniciativas de co-producción, de co-creación o de democracia cultural. Éstas constituyen una formidable cantera de innovación en los contenidos y en las metodologías de trabajar en la cultura (o en lo cultural), en todas las ciudades del mundo. Estas iniciativas relacionan cultura con la equidad social, el equilibrio ambiental, la vitalidad económica y el entorno digital. Corresponde a estas iniciativas culturales, y a sus actores, la conquista de los espacios de debate sobre las políticas culturales. Sería justo, muy justo y muy merecido, que las acciones relativas a la gobernanza de la cultura de las administraciones locales les ayudaran un poco. Por ejemplo, (a) invitando a estas iniciativas a estar presentes en los órganos de gobierno de las grandes instituciones culturales (con voz y voto), y/o (b) asegurando que un porcentaje del presupuesto (¿el 15%?) de tales grandes instituciones culturales se dedicara a proyectos de innovación ciudadana. En nuestras ciudades, hoy toca (es imperativo) encontrar un equilibrio nuevo entre administraciones, instituciones y actores. Toca modificar las estructuras de gobernanza de la cultura y acercarlas a la ciudadanía. Hay debate.

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Autor / Autora
Profesor colaborador en la asignatura Derechos culturales y mundialización del Máster Universitario de Ciudad y Urbanismo. jordipascual.net / @jordipascual21/ Linkedin
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