La seguridad como objeto de políticas públicas

18 febrero, 2013

La necesidad de definir el ámbito material de la seguridad no nace únicamente como fruto de un prurito intelectual o académico. La demanda creciente de los ciudadanos en el ámbito de la seguridad obliga a las autoridades, a los gestores de la cosa pública, a articular políticas públicas que den respuesta a las inquietudes de los ciudadanos. Para diseñar estas de políticas de manera acertada hay que forzosamente plantearse cuál ha de ser su objeto, qué es lo que los poderes públicos han de tener en cuenta e intentar modificar en sentido positivo con sus políticas.

Seguramente podrá parecer obvio que las políticas de seguridad tendrán que centrarse en prevenir y combatir la delincuencia. Quizás con una perspectiva más amplia, podríamos hablar de proteger a las personas y sus bienes de ataques ilegítimos a sus derechos. Esta segunda definición del ámbito de actuación de los poderes públicos en materia de seguridad incluye también la protección de la ciudadanía ante situaciones tan dispares como los desastres o accidentes naturales y industriales o químicos y las conductas desordenadas en los espacios públicos, lo que comúnmente se ha venido denominando incivismo.

Esta segunda aproximación puede parecer (de hecho, lo es) mucho más adecuada a la realidad de la seguridad en nuestros días.

En este punto del discurso cabe plantearse qué es aquello que los poderes públicos han de tener en cuenta a la hora de definir sus políticas de seguridad. Podemos rápidamente pensar en los incidentes (o la probabilidad de que se produzcan) que ponen en peligro a las personas o a sus bienes. Así, los datos de los registros policiales, del poder judicial y de los servicios de emergencia y de protección civil ofrecerían una base adecuada para que los poderes públicos diseñaran sus políticas de seguridad. En función de estos datos, y si se quiere ser más preciso y prospectivo, de las valoraciones de los especialistas sobre la posibilidad de que estos incidentes se produzcan en el futuro los poderes públicos podrían elaborar las políticas públicas de seguridad. Los daños efectivamente producidos y los riesgos futuros de que acontezcan parecen indicadores razonables.

Sin embargo, la investigación científica [1] nos ha demostrado con reiteración que la seguridad que los ciudadanos manifiestan no se corresponde exactamente con los riesgos efectivos, concretos y reales que afectan a sus bienes y derechos. No es infrecuente que situaciones con bajos índices de delincuencia coincidan con manifestaciones altas de inseguridad por parte de los ciudadanos. Se podría pensar que, dado que en algunos casos lo que causa la inseguridad de los ciudadanos son las conductas incívicas y la definición que se acaba de apuntar ya las incluye, el punto de partida de las políticas públicas podría efectivamente ser los datos objetivos de todos estos incidentes así como una perspectiva razonable de que se produzcan en un futuro. En todo caso no sería un mal planteamiento.

Es preciso, de todas maneras, dar un paso adelante y plantear si es posible desligar la seguridad de las personas, si estamos ante un ámbito absolutamente objetivo o si, en sentido contrario, la existencia o no de seguridad depende de cómo perciben los ciudadanos, las personas, la realidad.

Al inicio se ha indicado que los poderes públicos tienen que dar respuesta a las demandas de seguridad, demandas que plantean los ciudadanos. Estas demandas dependerán de lo que los ciudadanos consideren como riesgos para su seguridad. Estarán necesariamente influenciadas por cómo perciban estos ciudadanos la seguridad y la construcción de esta percepción está condicionada por numerosos factores psicológicos y sociales. Aunque es obvio que la realidad material influye en esta, digamos, seguridad subjetiva, no tiene porqué coincidir necesariamente. Por ejemplo, no hace mucho Jaume Curbet [2] nos mostraba cómo la situación social y económica de las persones influye en su capacidad de hacer frente a las consecuencias negativas de un delito y, por tanto, en su miedo a ser una víctima. Otros autores nos han mostrado cómo la ideología más conservadora o más liberal de una persona condiciona su percepción de orden o de desorden en los espacios públicos y, en consecuencia, su seguridad, la consideración de los espacios como seguros o inseguros que llevarán a cabo.

Es muy evidente que las políticas públicas han de tener en cuenta la seguridad subjetiva de los ciudadanos y han de hacerlo porque incide muy directamente en la conducta de los ciudadanos, tanto en los espacios públicos como en los privados, de manera perfectamente objetivable. Hay que huir claramente de la contraposición seguridad objetiva y subjetiva como una seguridad real, que se corresponde con la realidad (objetiva) y otra irreal, que no se corresponde (subjetiva), ya que las dos existen y, por lo tanto, son reales. Las personas que se sienten inseguras, con mucha frecuencia, realizan acciones que de sentirse seguras no llevarían a cabo, y dejan de hacer otras cosas que de sentirse libres de riesgos harían. Todo esto tiene consecuencias en sus relaciones personales y sociales y afecta la vida pública de las ciudades y pueblos, razones por las cuáles los actores públicos han de tener en cuenta este aspecto subjetivo de la seguridad si quieren que las políticas públicas de seguridad sean eficaces en la satisfacción de las necesidades de los ciudadanos a los que van dirigidas. Si la gente no utiliza unos determinados espacios públicos o se atrinchera en sus domicilios por sentirse insegura, la seguridad y la calidad de vida del barrio o municipio en cuestión se verán alteradas.

Notas:

[1] Vid. Killias, (2010). “Las encuestas sobre delincuencia como instrumentos para la creación de políticas”. En 10 años de Encuesta de seguridad pública de Catalunya. Experiencias europeas. Balance y retos de futuro.  Departament d’Interior, Relacions Institucions i Participació, Barcelona (.pdf)

[2] Curbet, J. (2009). El rey desnudo. La gobernabilidad de la seguridad ciudadana. Editorial UOC, Barcelona.

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