La seguridad, el Estado y la ley del Talión.

6 noviembre, 2013

Hay múltiples voces que hace ya tiempo que claman por la existencia de una involución en el carácter democrático y social de nuestros estados “postmodernos”. Después de observar, entre otros acontecimientos recientes, las reacciones a la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos relacionada con la llamada “doctrina Parot”, creo que hay que añadir, al menos en el caso español, tampoco del Estado de Derecho queda ya mucho y que parece que lo que algunos (demasiados) tratan de imponer es una especie de Ley del Talión, especialmente para determinadas personas. Sorprendentemente, parece ser que está recuperación de la Ley del Talión tendría que favorecer una mejora de los niveles de seguridad y de la justicia imperantes en nuestros país. Resulta difícil comprender como la falta de criterios y principios jurídicos objetivos y preestablecidos pueda contribuir a la construcción de una sociedad más justa y más segura. Posiblemente hay que volver a escribir la historia para que entendamos que estamos en una vía terriblemente peligrosa que puede acabar con cualquier resquicio de seguridad y, por ende, de libertad.

En primer lugar, hay que volver a recordar que lo que legitima al Estado a combatir la delincuencia es precisamente la ilegitimidad de los actos de los delincuentes. Son actos ilegítimos en tanto en cuanto no respetan los derechos de las personas. Es decir, el Estado puede intervenir en tanto en cuanto ostenta una supremacía moral ante el delincuente: en lugar de vulnerar los derechos, el Estado los protege. Si el Estado acaba por comportarse como los delincuentes pierde toda su legitimidad moral y nos encontramos ante dos comportamientos ilegítimos donde se impondrá el más fuerte, nada más. Hemos pasado de la fuerza moral a la fuerza física.

En segundo lugar, si aceptamos que el comportamiento de los órganos del Estado pueda ser ilegítimo, arbitrario, cambiando las reglas a su antojo, la seguridad de los ciudadanos se desvanece, ya que éstos nunca podrán saber con anterioridad cuál puede ser la actuación del Estado ante hechos concretos. Así, cualquier autoridad, del poder del Estado que sea, podrá decidir a su antojo qué respuesta hay que dar a las diferentes conductas de los ciudadanos. Aquí radica un error no menor de los planteamientos que hemos escuchado estos días pasados: pensar que la arbitrariedad y una pretendida omnipotencia del Estado nos van a hacer más seguros. Se mire por dónde se mire, no. El Estado absoluto se desmanteló porque la mayoría de la gente no se sentía segura, ya que en cualquier momento el Estado podía intervenir sobre sus personas o bienes sin atenerse a normas ni principios. Es decir, el hecho determinante para el cambio de régimen no vino dado porque los ciudadanos se sintieran seguros pero quisieran libertad. Nadie se siente seguro si no tiene libertad. Por poner un ejemplo cercano, durante el franquismo en este país no había seguridad, sino miedo, un miedo inmenso a decir o hacer algo que molestara al poder político, como, por ejemplo, llevar prendas de vestir de color rojo el primero de mayo o escuchar música libremente en determinadas festividades religiosas.

Todo esto parece que lo ha olvidado mucha gente estos días con motivo de la esperada sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la posibilidad de aplicar retroactivamente un determinado criterio para la aplicación de los llamados beneficios penitenciarios. La sentencia era esperada no sólo porque se sabía que se produciría el pronunciamiento, sino porque era de sobras conocido cuál sería el sentido de la sentencia. El Tribunal no podía hacer una cosa distinta de la que hizo si no quería cargarse un principio constitucional compartido por todos los estados europeos que tiene sus orígenes en las revoluciones del siglo XVIII: la irretroactividad de las normas restrictivas de derechos. Hubiera infringido gravemente el Convenio Europeo, base de la reconstrucción pacífica de Europa después del desastre de la Segunda Guerra Mundial.

Sabiéndose como se sabía cuál sería el sentido de la sentencia, sorprende la algarabía, azuzada desde el mismo gobierno sin ningún disimulo, calificándola de injusta y equivocada. ¿Por qué es injusta la sentencia? ¿Porque algunos de los afectados por ella saldrán a la calle después de sólo veintitantos años en prisión? No parece que, como se ha dado a entender, se pueda decir que estas personas hayan cumplido penas irrelevantes. Otra cosa es que hubieran cometido delitos atroces y que a todos nos repugnan. De eso no hay ninguna duda, por eso ellos son los criminales y no los órganos y funcionarios del Estado. Si, como muchos insinúan, el Estado no hubiera tenido que respetar nada para profundizar en el “merecido” castigo de aquellos condenados, ¿qué diferencia hubiera habido entre el Estado y ellos? ¿Se ha de convertir el Estado en un vengador por encargo de las víctimas cometiendo las mismas atrocidades que cometieron los criminales? ¿No podrían entonces las personas próximas a los condenados intentar vengar la injusticia que estaban padeciendo y volver a comenzar la espiral? Convertir al Estado en el ejecutor de una vengativa Ley del Talión fuera de todo control nos devuelve al Estado de naturaleza en que sólo los más fuertes están seguros: el resto queda a su antojo y capricho. 

Por favor, dejemos de utilizar y profundizar en el dolor de las víctimas que perdieron seres queridos de manera injusta, pero a las que nuevas injusticias no les van a reparar la suya y nos van a poner a todos en graves peligros. Todos los votos que el partido en el gobierno pretende ganar con sus posicionamientos no parece que compensen el involucionismo en materia de libertad y, fundamentalmente, de seguridad al que nos lleva, a menos que, en el fondo, lo que pretenda no sea realmente eso: regresar al estado de inseguridad en el que vivimos durante muchos años.

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